Entre los productos más exclusivos de la alta cocina, la trufa blanca destaca como un auténtico diamante gastronómico. Mucho menos conocida que su pariente, la trufa negra, este hongo subterráneo se considera una joya por su rareza, su aroma inconfundible y, sobre todo, su elevado precio.
A diferencia de otros ingredientes, la trufa blanca no se cocina. El calor arruina su perfume, que es precisamente su mayor aportación al plato. Por eso, se utiliza cruda, laminada finamente con ralladores especiales, y se añade justo al final del emplatado, convirtiendo el acto en una especie de ceremonia de lujo.
Este hongo fue identificado por primera vez en 1778 por el micólogo italiano Vittorio Pico, quien la bautizó como Tuber magnatum Pico, en un gesto de orgullo que dejó su apellido unido para siempre a este producto. El uso del nombre en latín no es solo un homenaje científico, sino una forma precisa de distinguir la auténtica trufa blanca de sus múltiples imitaciones que suelen esconderse bajo nombres más llamativos pero menos fiables.
En Italia, dos ferias celebradas cada año –una en Alba, en el Piamonte, y otra en San Miniato, en la Toscana– se han convertido en puntos clave para los amantes y coleccionistas de trufa blanca. Allí se subastan los ejemplares más selectos, alcanzando cifras que superan los 6.000 euros por kilo. En algunas ocasiones extraordinarias, se han llegado a pagar hasta 100.000 euros por un par de trufas que ni siquiera alcanzaban el kilo, una cifra motivada más por el estatus que por la calidad real del producto, ya que los expertos aseguran que las trufas medianas o pequeñas suelen ofrecer un sabor superior.
Pero, ¿qué hace que este hongo sea tan caro? Más allá del componente de exclusividad y cierto aire de esnobismo, la trufa blanca es extremadamente difícil de cultivar. De hecho, no se cultiva: crece de forma silvestre en bosques del arco Adriático, que abarca desde el norte de Italia hasta Grecia, incluyendo países como Eslovenia, Croacia, Bosnia-Herzegovina, Montenegro, Albania y también regiones de Hungría, Bulgaria, Rumanía y Serbia.
Este hongo vive en simbiosis con las raíces de árboles diversos como castaños, robles, nogales, encinas, avellanos o chopos. Puede encontrarse incluso a un metro de profundidad, y solo es posible localizarlo mediante perros –y en ocasiones cerdos– adiestrados para detectar su aroma. También existen buscadores experimentados que, más que oler, saben leer el paisaje y reconocer las pistas que indican la posible presencia del hongo, aunque la suerte sigue siendo un factor clave.
Pese a su expansión geográfica, la trufa blanca italiana es la que conserva mayor prestigio, especialmente la denominada “trufa blanca de Alba”, aunque sea imposible que una sola localidad pueda abastecer toda la demanda mundial. Por ello, los entendidos insisten en referirse a ella con su nombre científico, para evitar confusiones y proteger al consumidor de fraudes y sucedáneos.
En los últimos años, han proliferado productos envasados y aceites supuestamente elaborados con trufa blanca de Alba. Sin embargo, los expertos en gastronomía advierten que muchos de estos productos contienen aromas artificiales que imitan el perfume natural de la trufa, elaborados a partir de compuestos químicos que, según algunos estudios, podrían no ser del todo saludables.
Dado que la trufa blanca no se somete al fuego, su aplicación en cocina es siempre como toque final. Se emplea para enriquecer platos ya preparados: sobre huevos fritos, pastas, risottos, ensaladas, sopas o cremas frías. Siempre justo antes de servirlos, para preservar al máximo su aroma a tierra húmeda, bosque y naturaleza pura.
A pesar de su exquisito olor, hay que recordar que este hongo está compuesto en un 76% por agua. Aporta minerales como hierro, calcio, potasio, magnesio, cobre y cinc, pero su valor no radica en lo nutricional, sino en la experiencia sensorial que ofrece. La Tuber magnatum Pico no alimenta el cuerpo tanto como seduce los sentidos.